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(Opinión) El perro negro

Por: Verónica klingenberger

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El suicidio de Robin Williams ha motivado una necesaria discusión sobre los misterios y tabúes de la depresión en los principales medios del mundo. Muchos artículos intentan recordarnos que los grandes comediantes son, muchas veces, sus principales víctimas, y hacen un repaso de todos esos genios del humor que terminaron con su vida luego de una larga jornada de risas y drogas. Es increíble que siga sorprendiéndonos que un cómico sufra de depresión a pesar de esa nutrida lista que va desde Lenny Bruce hasta John Belushi, amigo de juergas de Williams, por cierto.

Más allá de la tristeza que ha generado la muerte de un actor tan querido como Williams, muchas preguntas han vuelto a asomarse. Y aunque las respuestas para la mayoría de ellas sigan escondiéndose, es importante que se hable sobre la depresión (ese ‘perro negro’ como la llamaba Churchill) y su irremediable daño a largo plazo. Lo que más preocupa es que esta enfermedad siga siendo un misterio para la mayoría de especialistas de todo el mundo. Y para el resto, ni se diga. En estos dos días se han publicado decenas de artículos al respecto que confirman que la ignorancia y el prejuicio frente a la enfermedad mental más popular de todos los tiempos son un lastre mundial y no solo otro síntoma de la pobreza cultural de los peruanos.

Alguna vez fui testigo de ese prejuicio. Estaba en un directorio de trabajo, rodeada de gerentes y directores, y recuerdo su incomodidad cuando mencioné algo sobre los medicamentos que tomaba en ese entonces. Nada del otro mundo, solo Prozac y Rivotril. La incomodidad no partía del desatino de mi comentario (en ese tipo de directorios, muchas veces se dicen las mismas tonterías que en cualquier noche de tragos entre amigos). Su reacción partía de la sospecha de que la tristeza que sentía en ese entonces me hacía más débil que el resto de profesionales que hubiesen podido ocupar mi puesto. El silencio y las miradas esquivas terminaron por avergonzarme primero y molestarme después, pero preferí no decir nada. Ya saben, en la mayoría de empresas y, en realidad, en la mayoría de círculos sociales, la tristeza y el enojo deben esconderse siempre detrás del comentario ingenioso y la risotada fácil. Es preferible mantener esa falsa careta positiva, retener la pena en la boca del estómago y convencernos de que las ‘buenas vibras’ nos harán mucho mejor a la larga. Que gran mentira y que gran daño. Un año más tarde me enteré del suicidio de la directora colombiana de esa misma empresa. Nunca noté en ella ningún tipo de vulnerabilidad.

Algunas preguntas quedan sueltas. ¿Cuántos peruanos sufren de depresión? ¿Cuántos lo reconocen y se atreven a buscar ayuda? ¿Cuántos asocian la depresión con cobardía? ¿Cuántos se suicidan por no encontrar salidas terapéuticas, diagnósticos a tiempo, medicamentos adecuados? El año pasado se suicidaron 334 peruanos, 15% de ellos eran niños y adolescentes. Aún así, pocos quieren mirar el suicidio de cerca, estudiarlo, intentar entender sus distintas razones. Álvaro Valdivia Pareja es el único suicidólogo peruano. Estudió un master sobre promoción de la salud mental y la prevención del suicidio en Estocolmo. Escribió el libro ‘Suicidología: Prevención, tratamiento psicológico e investigación de procesos suicidas’ editado este año por el Fondo Editorial de la UPC. Aún así, Valdivia Pareja no puede dictar un solo curso de Suicidología en el país. Ninguna facultad de Psicología del Perú ofrece ese curso. Así de grande es el miedo. Quizás sea hora de reconocer que el perro negro muerde más cuando se le ignora.

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