Aurelina Quishpe echa una mirada al cielo cargado de nubes. La lluvia parece inminente. “Toca rezar para que haya sol”, señala esta mujer indígena de 52 años. Y explica: “La lluvia no nos permite hacer nada porque los adobes se debilitan y destruyen”.
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Quishpe y su familiares viven y trabajan en el Camal Metropolitano, una empobrecida zona del sur de Quito. Su oficio está amenazado, paradójicamente, por la nueva conciencia y cuidado del ambiente.
Pero Aurelina cree que lo suyo es un arte. Desde niña aprendió a fabricar ladrillos de adobe mediante el laborioso proceso de pisar el barro y cocerlo a alta temperatura con leña.
“Desde los ocho años de edad hago ladrillos, igual como lo hicieron mis padres y ahora mis hijas. No tengo ni idea cuántos ladrillos he hecho; toda la vida me he dedicado a esto, pero las autoridades nos persiguen, hablan de contaminación”, se queja Quishpe.
El proceso de fabricación arrancó dos meses antes de que la mujer hablara con la AFP.
“Los adobes (los) hacemos con tierra virgen del terreno que alquilamos, que se la deja remojando de un día para otro. Se agrega aserrín y se la pisotea con ganado”, apunta William Villamarín, de 44 años y pareja de Aurelina.
En ese punto arranca otro ritual. “Sobre el lodo nos ponemos a bailar. Metemos tres toros y, arreando a cada uno, giramos constantemente hasta que el aserrín quede bien mezclado. Antes se hacía a pie, imagínese, aunque todavía hay compañeros que lo hacen. De ahí a armar los adobes”, relata el alfarero.
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Aurelina lo interrumpe con emoción. “Es algo rústico, pero todo un arte de alfarería. Uno queda encantado al ver cómo el adobe, de tierra negra, se pone al rojo vivo y se convierte en ladrillo, y para eso necesitamos calentar el horno con leña. Entonces, nos acusan de que el humo de la quema es nocivo para la gente”.
Un arte contaminante
Desde hace varios años aumentó la vigilancia ambiental sobre las áreas productivas que desechan sustancias degradantes. Los alfareros de la zona del Camal Metropolitano aseguran que los funcionarios les han anticipado que deberán reubicarse, pero el ministerio de Ambiente lo desmiente.
Quishpe toma un hacha y comienza a rajar leña mientras habla: “Aquí se hacen ladrillos desde hace muchos años, cuando esta parte de Quito era desolada. La ciudad ha crecido, quedamos dentro de un populoso barrio y ahora nos quieren sacar”.
La mujer hace una pausa para cerciorarse de que el horno de gruesas paredes de barro y chimenea quede debidamente cargado. La colosal estufa se levanta al filo de una transitada calle. Al momento 22 hombres y mujeres se arremolinan en torno al horno y lo cargan con 21.000 adobes.
Se requieren 20 metros cúbicos de leña, preferiblemente de eucalipto, para que el horno arda tres días.
Los hornos expelen monóxido de carbono, una sustancia contaminante. Valeria Díaz, responsable de las redes de monitoreo de la calidad del ambiente de Quito, dice que se han detectado casos en que además de leña se queman neumáticos, plástico y madera de construcción. Un cóctel que podría incluso liberar sustancias cancerígenas.
También está el hollín que genera la mala combustión y que afecta la salud, explica a la AFP.
El horno arde. Los Quishpe deben esperar cinco días hasta que se enfríe para poder destaparlo. Entonces saldrán las terracotas con las que se levantan macizas y cálidas paredes que todavía dominan buena parte del paisaje rural andino ecuatoriano. Cada una cuesta 17 centavos de dólar.
El ladrillero habla con aire de importancia. “Esto se hace desde hace cientos de años”, y agrega: “Esto es lo que sabemos hacer y envejecemos entre ladrillos, pero nos dicen que estamos contaminando”. Al fondo una cargadora, con un bebé asido al pecho, cruza sin trastabillar un angosto puente de tablas que se empina hacia lo alto del horno llevando ocho pesados adobes acomodados en la espalda.