Por: Verónica Klingenberger
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Toda vida tiene un deadline. Y todo deadline exige cumplir una lista de tareas antes de asomarse y señalar el reloj con el dedo índice. En el lado más mundano están, por ejemplo, hacer las compras de la semana o tender la cama cada día (mi cuñado me pegó la buena costumbre al asegurarme que una cama sin tender siempre trae mala suerte). Pero cuando uno piensa en la fecha límite definitiva, esa con capucha y guadaña, las listas se hacen más complejas, ambiciosas, absurdas y, en algunos casos, imposibles. Sobre eso, sobre las populares Bucket Lists, no hay mortales más expertos o ingeniosos que los estadounidenses. Hay listas para casi todo: ‘1.000 lugares que debes visitar antes de morir’, ‘1.500 libros que debes leer antes de morir’, ‘5.000 ríos en los que debes pescar antes de morir’, ‘500 canciones que tienes que memorizar antes de morir’, ‘13.000 chicles que te gustará masticar antes de morir’, y así, hasta que a uno no le queda otra que desear meterse un tiro en la sien de una buena vez sin haber hecho mucho en la vida.
Debo confesar que soy seguidora de esas listas. Sé que no podré visitar más de 20 o 30 lugares de los 1.000 que seguramente me matarían de la emoción antes de tiempo. Lo sé porque la vida es cara y los pasajes también. Pero fantasear con unas vacaciones en un hotel construido sobre un árbol o bajo el agua aun cuando jamás podré registrarme en él es doblemente placentero. Esas listas entusiasman porque te recuerdan que hay cosas increíbles fuera de tu alcance, a las que quizás algún día puedas alcanzar. Y porque, en algunos casos, cuando el autor ha logrado convencerme de verdad, he descubierto algunos buenos discos, he visto películas que aún recuerdo, y he leído un par de libros que cambiaron mi forma de pensar.
Pero lo cierto es que esas listas olvidan algo. O que alguien debería escribir la lista de las 100 cosas que no debes hacer antes de morir. O las 100 cosas que ves todos los días y que quizás deberías valorar un poco más antes de morir. Porque la vida es corta así vivamos 100 años, y la contemplación y el disfrute de lo cotidiano es algo que esas listas descartan, no sé bien por qué. El dolce far niente es quizás lo mejor que podría hacer uno durante toda una vida antes de morir. Otis Redding lo entendió a sus 26 años y dejó resumida la sabiduría del ocio en una de las mejores canciones que se han escrito: (Sittin’On) The Dock of the Bay. Ahí, Redding habla de lo rico que es sentarse en un pedacito del mundo bajo el sol sin tener nada más que hacer que mirar el horizonte, o la hormiga, o el punto en la pared. Redding canta de barcos que navegan por la bahía, que se acercan en el día y se alejan cuando el sol se va. Y dice que ha deambulado miles de kilómetros solo para convertir ese muelle en su hogar. La parte que más me gusta es la que dice lo siguiente: ‘Parece que nada va a cambiar / Todo seguirá siendo igual / No puedo hacer lo que 10 personas me dicen que haga / Así que creo que seguiré siendo el mismo’.
Aunque solo haya vivido 26 años antes de que su avión se estrellara en un lago de Madison, Wisconsin, Otis Redding entendió bien lo único que hay que hacer antes de irnos: disfrutar el viaje desde el asiento que nos tocó.