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(Opinión) La realidad dibujada

Por: Verónica Klingenberger

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El mundo no es lo que parece. No del todo. No todas las historias son noticia, y ciertamente, no todas las noticias cuentan toda la historia, con todos sus protagonistas, y con todas sus pausas y silencios. Si leemos una historia sobre Gaza, por ejemplo, lo más seguro es que la trama incluya, principalmente, misiles, heridos y muertos. El análisis político intentará aclarar el panorama ubicándonos en un contexto que casi siempre es complicado de asimilar, y en el que es muy posible que uno termine sintiéndose un poco perdido entre nombres impronunciables y enrevesados tratados. Es como si en nuestro afán por ver la ‘foto completa’, nos alejáramos tanto de los hechos hasta el punto de desenfocarlo todo, y perdiéramos así una conexión más profunda y real, una empatía que solo asoma cuando hay algún tipo de acercamiento personal. Es difícil reconocerse en una multitud. Y es casi imposible comprenderla.

Quizás por eso, el periodismo literario tiene ahora un nuevo consentido: el cómic se ha revelado como esa ventana que ofrece una vista distinta, más personal y menos distante, ante la cual se amontonan cada día más curiosos que buscan tener una visión más detallada y humana del mundo. En ese género, del que ya se ven algunos trabajos en nuestro país (Dedomedio ha producido algunos reportajes gráficos y Cometa tituló con humor su tercera edición como el ‘primer periódico hecho en cómics de la galaxia’), las historias se cuentan de manera más pausada y contemplativa, sin que la extensión del texto sea un obstáculo más entre el escritor y el lector. ¿Una historia se cuenta mejor como historieta? No necesariamente. Pero las historietas permiten narrar a través de dos lenguajes paralelos. Con el dibujo como contexto y atmósfera, el texto puede centrarse en datos concretos y servir, además, como punto de desfogue para el humor o la nostalgia.

El cómic periodístico cada día es más reconocido. Su máxima estrella, Joe Sacco (‘Palestina’) lo suscribe. Y su más reciente promesa, Sarah Glidden (‘Cómo entender Israel en 60 días’), se ubica ahora a la cabeza de una nueva y prometedora generación de escritores y dibujantes de no ficción. Pero entre todos ellos, hay uno que resalta y la razón es aún más pronunciada que su nariz. Guy Delisle, un canadiense nacido en Quebec, conocido por sus novelas de viajes, es el principal responsable de que por fin hoy pueda pensar en Gaza como un lugar real y cotidiano, donde además de militares y fanáticos religiosos, existen burócratas, y donde además de pólvora, huele a pan de ajonjolí.

Delisle no se considera periodista. En cada uno de sus trabajos narra su propia experiencia en primera persona con el tono de una postal que enviaría luego a sus amigos. Pero al hacerlo, nos acerca como pocos autores a urbes revueltas de las que solo nos han llegado noticias desenfocadas. En el 2000 nos paseó por la ciudad china de Shenzhen, y tres años después nos llevó a conocer Corea del Norte, con ‘Pyongyang’. Pero son sus crónicas sobre Jerusalén las que le han valido todo el reconocimiento de la crítica y de sus pares. Hasta ahí llegó acompañando a su mujer, administradora de ‘Médicos sin fronteras’ (y la razón por la cual Delisle pasa tanto tiempo en ese tipo de ciudades), y fue ahí, donde nuevamente armado de humor y curiosidad, terminó por desvelarnos el intrincado panorama cultural y político israelí sin valerse de juicios ni veredictos.

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